miércoles, 23 de junio de 2010

CUENTOS: Tercer Premio















Autor: Luis Darío Herrero

El último Bicho

-Papá, ¿viste alguna vez a un Yaguareté? – Preguntó aquella inquieta voz con fe de ilusionarse tras un posible sí de respuesta.
-Nunca lo voy a olvidar hijo. Se me pone la piel de gallina cada vez que me acuerdo de ese momento.
Agustín miraba a su padre con ojos cada vez más grandes mientras él comenzaba a relatar la anécdota. Acercó la pequeña silla de madera hasta el escritorio donde su padre estaba trabajando, se sentó, apoyó sus codos en las rodillas y el mentón entre sus manos. Miraba fijamente a su padre, tratando de que no se le escapara ni un solo gesto, ningún detalle ni movimiento, como creyendo que todo ese ritual lo transportaría al lugar exacto y al momento justo en que su padre cruzó una mirada con el rey de la selva paranaense.
Mientras Agustín no dejaba de imaginar esa escena terrorífica, pero a la vez apasionante e inolvidable, su padre, Esteban, hacía hincapié en cada detalle, queriendo lograr que su hijo pudiera tener una pizca de la sensación de aquel inusual encuentro. En ese punto, fue como si una esfera invisible los encerrara, una suerte de barrera impermeable que no dejaría que nada los interrumpiera ni separara sus vistas. Ese tipo de atmósfera creada solo cuando el misticismo de un relato comienza a sembrar su magia.
-Estábamos tu tío Marcos y yo –contaba Esteban– en medio de la selva más espesa, era una tarde muy calurosa. Buscábamos tomar algunas instantáneas de un Tapir. Entonces colgamos un cebo con agua salada para que de a ratos cayeran gotas en el suelo. Al ser muy difícil de encontrar este mineral en la selva, algunos animales como el Tapir se ven atraídos por cualquier indicio de sal que perciban. Luego buscamos un buen árbol con vista al cebo y nos trepamos, esperando silenciosos y casi inmóviles la llegada del gran animal. El arrullo de la selva era constante; como un concierto coral, se escuchaban los bajos típicos del aúllo del Carayá, el estrepitoso tenor de algún Chancho que cruzaba a pocos metros; o los estridentes cantos del Urutaú, que como un soprano alcanzaba tonos que estremecían mi piel. Los Mosquitos zumbaban y atacaban cual Kamikazes lanzándose directamente hacia los oídos.
Abatidos por el intenso calor, la humedad en el ambiente y los desesperantes insectos que nos asediaban, no nos habíamos dado cuenta de que el cebo había dado resultado y un Tapir gigantesco estaba degustando la sal, mientras otro más se estaba acercando y un tercero muy pequeño lo seguía, ¡la familia completa!
-¿Y sacaron las fotos Papi?
-Nos apresuramos a sacar las cámaras, enfocamos los bellos animales y en medio de aquel circo de flora y fauna tomamos unas bellísimas fotografías. Pero repentinamente todo se silenció. Fue como si el tiempo se detuviese y un frío me corrió por la espalda, intuyendo que algo malo pasaría, como si nuestras vidas corrieran peligro.
Los tapires no estaban más, desaparecieron en la espesura de la selva. En ese momento, cuando el latir de mi corazón parecía ser un estruendo entrecortado y alborotado, vi la figura más absorbente y aterradora que jamás pensé apreciar. Con un suave y elegante andar, como el desliz de una sombra aparente, aquel majestuoso animal acompasaba con su caminar la crepitante hojarasca del suelo selvático. Aquel yaguareté, entre luces y sombras se camuflaba, yéndose tan intrigantemente como cuando apareció. Esos eternos segundos bastaron para dejar marcado para siempre cada suspiro, cada sensación y detalle de la experiencia más imponente de mi vida.
-Agustín, como si volviese a la realidad, dejó su gesto de asombro cerrando su boca, se reincorporó y reclamó con decisiva firmeza – ¡Yo quiero verlo también!
-Es muy difícil hijo, sabemos que habría uno rondando la Zona Norte, pero últimamente ni siquiera las cámaras trampa que regamos por el monte dan señales de su existencia.
-¿Cómo puede ser posible? Es un monte protegido Papá y vos, el Guarda Parques, no dejarías que el Yaguareté desaparezca para siempre, ¿es cierto Papá? –Agustín preguntaba con los ojos húmedos y la voz quebradiza.
-Si todos tuvieran esas fuerzas que vos tenés hijo, tu ímpetu y por sobre todas las cosas, ese amor por la naturaleza, la realidad seguro sería otra.
-¡No es posible que haya gente que no lo tenga!
-Creeme que sí hijo, pero Agustín, ya es tarde y tenés que dormir, mañana hay que levantarse temprano y seguir con los deberes diarios, vos con la escuela y yo con mi trabajo. Hasta mañana hijo, descansá.
Ellos esa noche descansaron y al día siguiente cumplieron con todas sus obligaciones diarias, sus vidas continuaron bamboleándose en ese árido y efímero trajinar del mundo moderno, regalándose para sí mismos sólo aquel momento antes de conciliar el sueño en el que cada cual reflexiona: que rápido pasó la jornada, mañana ya es viernes, ¡ya entramos en diciembre, cómo pasa el tiempo!
Así de rápido pasa, en frente de los ojos se ven pasar vidas, recuerdos, oportunidades, decepciones y éxitos, un camino de espinas y rosas del cual somos los partícipes centrales. Nuestras metas se van confundiendo, los fines comienzan a ser funcionales al sistema y contrafuncionales a la vida en nuestra única casa, el planeta tierra.
Y Agustín se hizo un gran hombre, cargó con muchas responsabilidades, formó una gran familia y aquella fría mañana de julio enterró a su padre. A sus hijos les enseñó ese amor por la naturaleza, trasmitiendo vigor y fortaleza ante cualquier obstáculo, sin dudas un gran maestro de la tenacidad.
Cuando los hijos de sus hijos llegaron, Agustín ya era un hombre anciano, cuya fortaleza se había desgastado con los años. Solo los recuerdos mantenían viva la llama de la juventud en su espíritu. Ese espíritu que finalmente se alejó de su cuerpo el día que comenzó su nueva vida.
El tiempo es inexorable y la vida terrenal, fugaz. Generaciones tras generaciones pasaron y ni siquiera el nombre Agustín fue recordado en la familia. Generaciones tras generaciones y aquel encuentro entre Esteban y el Rey de la Selva Paranaense, ese momento inolvidable, finalmente quedó en el olvido.
Hasta que en ese caos de ideas, en ese mundo de sobreinformación, alguien se dio cuenta que esa continuidad generacional cada vez decrecía. Los sabios equilibrios de la naturaleza ya no lograban la resiliencia que normalizaba hasta la más enmarañada complicación.
Fue entonces cuando el último bicho desapareció del planeta, ese bicho avasallante y depredador, ese ser que se autodenominó rey, cuyo trunco reinado fue tan sostenible y perdurable como una gota de agua en el más ardiente de los volcanes, tan justo como la muerte antes de la vida y tan perdonable como las ciegas acciones que él mismo reprimió.
Fue entonces cuando el último bicho desapareció del planeta, cuando nunca más se supo de él. Fue entonces cuando el peligro de extinción ya no fue más un peligro y se convirtió en una realidad, un punto sin retorno en el que bajo las consecuencias de sus propias acciones, el último hombre dejó de existir.

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