miércoles, 23 de junio de 2010

CUENTOS: Mención Especial
















Autora: Marina Andrea Goncalves


Vientos fuertes

Sentado, acariciando los hilos de la tela enganchada de su pantalón que se llenó de tierra esa tarde, en el pueblo, cuando fueron a cargar los troncos, pensaba en el día atareado que le esperaría después de hoy. Olía en silencio el aire que resoplaba entre las tablas de la casa, ingresando húmedo sobre las fosas de los recuerdos que removía. Al silbar, el aire se transformaba en aquellos hacheros, que se internaban en el monte alejándose de todo para cazar el ánima oculta dentro de los árboles que al salir arrastrando sus cuerpos ásperos se llevarían consigo todo lo que tenían a su paso.
El viento, cada vez más sonoro comenzó a mover tablas y chapas en el exterior de la vivienda, trayendo en breves imágenes (figuras) el asado en que halló, luego de bajar el vaso, unas manos delgadas y blancas, como los tallos de algunas flores, entrecruzadas sobe un vestido estampado en rojo, del cual asomaban como panes redondos albas rodillas.
Tuvo que trabar las ventanas y la puerta, o todo volaría hacia fuera; no tenía miedo de salir a buscar los perros, sabía que ellos acertarían con algún sucucho donde esconderse.
Todo se sentía más claro que de costumbre, cuando cerraba los ojos aparecía lo que él quisiera, los recuerdos cada vez parecían más exactos, más presentes. Imaginar era volver a estar en ese lugar.
Escuchó unos aullidos, los perros ladraban, y de fondo a lo lejos un motor como de camioneta, encendido pero sin moverse. Tomó la puerta rápidamente, la desenganchó y sin darle tiempo para reaccionar, ésta se abrió de par en par. No pudo salir. El viento aún horizontal se hizo camino hacia adentro y todo lo que él estuvo sosteniendo se desparramó al instante en la tierra cada vez más compacta del piso de la casa. Se desesperó por cerrar la vista, pero antes de trabar los pies en el borde y terminar de extender sus brazos para agarrarla, vio hacia fuera…
No lo podía creer, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que empezó, pero su huerta estaba destruida, unos árboles jóvenes que habían plantado del otro lado del arroyo, -parecía imposible-, pero estaban tirados sobre el pasto, echó un vistazo al cielo, uno más al suelo, y cerró la puerta al fin.
Ya en el interior, se dio cuenta de que sudaba, de que las manos le temblaban, las aceleradas palpitaciones no disminuían, y el cielo grave, oscuro, apenas le permitió distinguir algunas de sus gallinas muertas.
Tenía en el pecho una mezcla de dolor y una sensación extraña, distante, infantil. Decidió cerrar los ojos para intentar tranquilizarse, y apareció ante sí el borde de un cajón de manzana, veía piernas que pasaban, gente que reía en torno a una mesa, había olores fuertes, picantes como de salsa. Los párpados se vieron ante la mirada detenidos; la secuencia de sucesos se ralentizó y así se le presentó un perro grande, que lo miraba fijo acercándose para olfatearlo, sintieron la amenaza e inmediatamente ambos rompieron la quietud de sonidos de un salón de comidas con gritos, llanto y ladridos.
Cuando un relámpago lo despertó estaba tirado sobre el colorado piso, lleno de transpiración. Por la mente se le cruzaron reminiscencias de un sueño en la superficie del agua, la corriente llevaba río abajo enviados, atardecientes jangaderos, echando redes para cenar alguna boguita o dorado.
Se paró de un salto y se dio cuenta de que no valía la pena juntar las cosas, porque las paredes se inclinaban levemente de un lado hacia el otro, no sabía si saldría de ésta. Volvió a la silla, respiró profundamente por un rato y se relajó adormecido. Sus hermanos sostenían el arado con fuerza, corriendo fue a ayudarlos, mas al acercarse se horrorizó, la pierna de su padre estaba atrapada debajo, sangró mucho cuando consiguieron sacarlo. La madre había preparado paños con agua para limpiar la herida, luego la llenó de azúcar, sabía lo que hacía pues la hemorragia se detuvo.
En ese momento oyó como una rama rasgarse de un tronco, romperse una viga del techo; el viento iba de los pies hacia arriba, sin embargo, percibió en una milésima de segundo un certero golpe sobre el reverso de su cabeza, y, mientras tambaleaba casi inconciente y por caer, detrás de sus pestañas encontró a una hermosa mujer parada junto a una gran planta de yerba mate mirándolo pequeño e indefenso.

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