miércoles, 23 de junio de 2010

CUENTOS: Segundo Premio
















Autor: Diego Leonardo Somoza

La Cacería

Al levantar la cabeza los vio. Con fastidio, se repuso lentamente, cogió a sus crías y buscó refugio.
Ellos paseaban a su alrededor. Acurrucado, observaba en forma sigilosa cada movimiento de sus cuerpos. Se mantuvo escondido por un buen rato. Cuando creyó oportuno, se deslizó por las piedras y se dirigió monte adentro. Buscaba un lugar para echarse a descansar más tranquilo y escuchó el estruendo.
La bala se hizo polvo en las piedras. Al escapar, con un poco de suerte y otro de mala puntería, se le cayó el pequeño. En ese momento no lo pensó. Fue pura intuición. Siguió con el resto que tenía; los dejó en el monte y regresó volando a buscarlo.
Lo encontró dormido –parecía muerto- en el centro de una ronde que ellos habían formado. Gritó con furia y pretendió atacarlos, pero, un disparo –esta vez certero- impactó sobre su lomo y apenas si alcanzó a escabullirse de las siguientes bolas de fuego.
Permaneció escondido, siguiéndolos de cerca. Caminaron varios kilómetros. Ya había caído la noche y, él, aguardaba el momento perfecto para atacarlos y recuperar a su hijo.
Ellos iban muy distendidos, hasta parecían contentos. Tiraban uno que otro tiro por el camino y se divertían con el animal que llevaban.
Se paralizaba cada vez que efectuaban un disparo y moría de rabia cuando ellos molestaban y humillaban el cuerpo de su pequeño. No podía saber si estaba vivo. Pero percibía que no reaccionaba frente a estas provocaciones.
Llegaron a un descampado, subieron a un automóvil y se marcharon. Los persiguió por varios kilómetros hasta que se perdieron en el camino.
Quedó ahí, petrificado, sin siquiera poder gritar por la impotencia que fluía en su sangre. Su estado de ánimo se deshizo en cuestión de segundos.
Sin haberse percatado había llegado a una zona poblada. Escuchó el ruido inconfundible de la civilización. Se sentía un visitante –como un enemigo- en los lugares donde encontraba rastros del paso humano. Oyó los disparos cerca de él nuevamente. Escapó.
La bala que había recibido horas atrás lo debilitó. Perdió mucha sangre. Cuando se encontró lo suficientemente alejado, se echó a descansar.
A los pocos minutos se desmayó.

Ya en la ruta abrieron cervezas, pusieron música y empezaron a cantar y a beber muy felices. Habían cazado un yaguareté. No lo podían creer. Era una cría, pero, era uno de estos bichos tan preciados en fin. Iban a toda velocidad cuando el conductor –Ricardo- ve una luz roja en una casa o boliche y decide parar. “Esto hay que festejarlo” dice.
Bajan contentos del auto, entran al lugar, piden whisky y cada uno de ellos fue eligiendo a su doncella para que lo acompañara a un cuartito desagradable y sucio que estaba situado en el segundo piso.
Luego de satisfacer sus instintos sexuales, se reunieron todos en la barra, pidieron otra ronda de whisky y brindaron. Ellos se lo merecían. La cacería había sido un éxito.

Despertó y empezó a correr. Iba en busca de sus crías. No duró mucho este deseo. Sintió como un rayo que lo atravesaba. Estaba herido, hinchado. La bala había infectado su cuerpo. Sólo pudo ir caminando despacio. Iba preocupado, con culpa. Se preguntaba una y otra vez qué les habrá pasado a sus hijos. Ya hacía varias horas que no comían. ¿No los habrán matado? Esto lo descartó inmediatamente. Los había dejado en un lugar seguro.
No podía parar de pensar en ellos. Se preguntaba qué sucedería si se llegase a morir. Tienen que aprender tantas cosas. Yo quiero verlos crecer. Si yo no estoy, qué será de ellos…

Existió un instante en el cual callaron, se miraron y pudieron observar el brillo de sus ojos. Se sentían orgullosos. Cada uno pensaba en silencio cómo iba a contar la gesta de lo sucedido; planeaban los detalles más ínfimos, se imaginaban qué dirían a sus amigos. Ansiaban ver el rostro de las personas cuando les mostrasen el cuerpo del animal. Esto era una hazaña para ellos. Su mejor trofeo.

Intentaba seguir pero la situación empeoraba. ¿Qué será de mis hijos? Preguntaba angustiado. Corrió con todas sus fuerzas en un acto instintivo y logró avanzar bastante. Volvió a desvanecerse.
Al abrir los ojos se dio cuenta que iba a ser imposible llegar en ese estado a la guarida. Reflexionó durante largo rato y tomó la decisión de no avanzar más. Esperar a que amanezca e intentarlo nuevamente en unas horas sería lo más apropiado. Cerró los ojos y se dejó llevar por el zumbido de la selva.

Borrachos, con una mezcla de olores peligrosos, regresaban a sus casas. El automóvil sabía a alcohol, pólvora, sangre, cigarro, sexo, mugre, ansiedad. Con cada bocanada que aspiraba Ricardo, sentía que se perdía en un mundo extraño. Por eso bajaba la ventanilla para respirar un poco de aire fresco y la volvía a subir antes que alguien le reprochara por el frío que entraba. Al mirar por el espejo retrovisor veía a sus amigos durmiendo, totalmente extasiados a causa del conjunto de olores que ellos habían sumado a sus cuerpos. Esta imagen le producía un temor sin sentido. Prefería sacar la cabeza por la ventanilla y observar el cielo. Una luna grande y llena los acompañaba.
Iba a llegar a la guarida. Nada se lo impediría. Solo la muerte podría pararlo. Se encontraba a mitad de camino. No tardaría mucho.
La herida había empeorado. Él lo sabía, pero, decidió obviar este detalle y solamente caminar. Y así fue. Caminó por horas pensando en sus hijos.
Su rostro reflejaba desesperación. Era imposible saber la causa: ¿La pérdida de su hijo? ¿El dolor físico que sentía al dar cada paso? ¿El miedo de no encontrar a sus restantes crías? ¿Todo esto junto?

Al llegar a la ciudad comenzó la pelea por la tenencia del trofeo. Intentaron recordar quién fue el autor del disparo certero y no pudieron ponerse de acuerdo. Resolvieron que sea Juan el primero en llevárselo a su casa, ya que él había sido el que más tiempo lo cargó hasta llegar al auto.

El sol ya había hecho su aparición; esta vez, al observarlo, notaba algo distinto. Sentía algo diferente. Como una fuerza atípica. Algo cautivaba su atención. ¿Será éste el último rayo solar que pueda sentir? (Esto él lo ignoraba. Los animales no saben cuándo se van a morir. Luchan hasta el final sin importar la desproporción del desafío).
Se sentía invencible. Que podía decidir y hacer lo que quisiera. Que como él querría, se iban a dar las cosas. La dicha estaba de su lado.
Su imaginación volaba: “… todos juntos, jugando bajo este hermoso sol invernal. La familia unida nuevamente, sin ninguna pérdida. Sin seres que nos estén constantemente atacando. Sin poseer miedos. Saber que se puede andar tranquilo y seguro por la selva. Sin disparos…”

Esa noche durmieron profundamente, acompañados por sus seres queridos. Cada uno de ellos disfrutaba el calor inigualable que te ofrece el hogar.

Repentinamente los vio. Estaban todos juntos. Ni siquiera faltaba el pequeño. ¿Estaba vivo? ¿Cómo hizo para escapar? En ese momento no importó. (Luego habrá tiempo para conjeturas e interrogantes). Corrió hacia ellos, se juntaron, se olieron, mordisquearon, jugaron largo rato; para luego él, recostarse un instante a descansar. Se sentía tan feliz que necesitó unos minutos para poder digerir la situación.
Se fue hacia un lado y permaneció aislado, contemplando el suceso extraordinario. Estaban todos sus hijos juntos. No faltaba ninguno. Se había escapado y no estaba muerto. Sentía una sensación de regocijo y paz tan grande que era imposible exteriorizarla. Sólo deseó poder estar así toda la vida…
Él, con el sólo hecho de poder estar junto a sus hijos y disfrutar de la naturaleza, ya se encontraba en plenitud. No ambicionaba mucho, no pretendía demasiado. Sólo estar con sus seres queridos.
Miró hacia el sol, cerró los ojos y agradeció en silencio.

1 comentario:

  1. Estoy orgulloso de tener un amigo como el autor de tan magnífica historia.
    Guido

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