miércoles, 23 de junio de 2010

POESÍA: Primer Premio

Autor: Martín Sebastián López Torres

Selvamente

… crece la llaga sobre la tierra roja,
cuyos ocultos ángeles
en las pulpas verdosas multiplican
sus secretas potencias…
Juan Enrique Acuña


Ha dejado de cantar el monte,
Su verde tiembla,
Su rojo se desangra
Por las arterias que el hombre cava
Donde antes picadas hubo.

El silencio del Hombre de maíz,
Dios de la Tierra,
En el día verde anda
Con un espinazo de pacú en los hombros,
Con una pena enorme,
blanda y triste el alma.

Un dios blanco conjura las fieras,
las pestes,
los remansos de aguas claras;
Con la boca de ambición llena
no puede cantar.
Por aquí y por allá entra
Silbando bajo su desidia
de sierra y tractor;
va quedando poco,
va quedando nada
para el pie desnudo pisar,
para el tucán negro
cantar.

Selvamente corre un río,
sangrante arteria su brío.
Selvamente corre el frío
Los pechos del rocío.
Y el hombre de maíz desnudo,
Garganta en nudo,
Respira los yerbales
Y nada más le vale
El hospicio de su Tierra
Que selvamente aterra.

CUENTOS: Primer Premio















Autor: Alan Gabriel Friedl

La Semilla del Hada

Ejerzo la profesión de guarda parques desde muy joven, cuando había cumplido los veintiún años de edad, en el parque provincial El Jaguar. Fue una hermosa época, las aves cantaban temprano, los Tamanduás circulaban tranquilos, los yaguaretés reposaban calmos en su morada. Grandes seibos surgían en los cerros a lo lejos, los tucanes lucían coloridos en los ambay-guazú, los arroyos fluían libremente en la ondulante superficie. Los resplandecientes amaneceres encendían mi espíritu. El crepúsculo coloreaba el tupido y ondeante horizonte, con un profundo escarlata que al descender lo cubría todo con un manto naranja, que se mezclaba con el oscuro verde.
A medida que los años pasaban, el estado natural de las plantas y animales, fue degenerándose gradualmente a pesar de nuestros implacables esfuerzos. Cuando salvábamos a un yaguareté enfermo o un tucán herido, se vislumbraba en sus ojos el injusto padecer. Cuando los liberábamos luego de mejorar, se nos alejaban enérgicamente, como cualquier animal encerrado cuando se lo libera. En otras oportunidades, se detenían a cierta distancia para echarnos una mirada, con un gesto de melancólica gratitud, y luego se retiraban fugazmente perdiéndose en la maleza. Lo que llaman calentamiento global se hizo presente, y los extremos cambios de temperatura, hacían sofocante el verano e intensificaban los crudos inviernos. Cada vez veíamos menos vida silvestre, la vegetación sucumbía quemada con las heladas en invierno, y las sequías dejaban áridas ciertas áreas del parque.
Recuerdo a un colega que hace unos años, perdió su vida, mientras intentaba salvar a una yarará, que estaba atrapada entre las ramas de un espina corona, que yacían en el suelo, casi en los límites del complejo. El día anterior una tormenta sin precedentes había azotado el territorio brutalmente, a causa de esto el árbol sucumbió por los fuertes ventarrones. Hallamos la escena tras una patrulla, después de un temporal. El colega Martín, Mauricio y nuestro jefe el Sr. Alberto Gutiérrez, intentaban quitar una pesada piedra, mientras yo tiraba con el jeep. Estábamos a punto de abandonar el intento cuando, bruscamente el árbol se desprendió del suelo y la piedra se deslizó hacia atrás, tirando al suelo a Alberto.
A causa de la repentina sacudida, la atormentada yarará mordió a Alberto en el antebrazo. Lo cargamos en el vehículo y partimos. Conduje frenéticamente a través del hostil lodo del camino, pero en una curva descendente se estancaron las ruedas del jeep. Con desesperación intentamos desatascarlo, pero las ruedas izquierdas quedaron hundidas en el espeso y profundo barro. Aunque lo intentamos, era imposible cargarlo en esas condiciones. Habíamos avisado por radio del incidente, pero el auxilio no llegaba. Cuando Alberto supo que se moría irremediablemente, pidió que le dijéramos a su familia, que los amaba profundamente, y que jamás abandonáramos la lucha, aunque nos costara la vida, luego, simplemente cerró sus ojos y dejó de sufrir. Su fallecimiento golpeó agudamente en nuestras vidas, era un verdadero amante y defensor de la naturaleza, pero no lo vemos como un nostálgico recuerdo, lo recordamos como el valiente hombre que fue; al hacerlo siento gran admiración y respeto.
A pesar de las dificultades, hubo un hecho que recompensó todo mi esfuerzo. Fue un caluroso y sofocante día primaveral, en el turno noche. Mauricio y yo estábamos bebiendo un refrescante tereré, a la luz de la luna, charlando escasamente para mantener la atención. De pronto mi colega vislumbró un resplandor proveniente desde el monte, moviéndose extrañamente entre la vegetación. Temiendo que fuesen lámparas de algún cazador furtivo, marchamos hacia la oscura selva con linternas y la radio encendida. Después de habernos internado aproximadamente un kilómetro y medio, sin hallar nada sospechoso, nos detuvimos. Creí que debió haber sido solo su imaginación o alguna luciérnaga, pero mi colega aseguró que no fue algo normal. Antes de emprender el regreso echamos un vistazo alrededor, y en la ladera del cerro adyacente a nosotros, nos pareció detectar la misma luminosidad.
Antes de que pudiera advertir a Mauricio de ser precavido, él se lanzó a la carrera imprudentemente hacia el sitio. Intenté seguirle el paso pero lo perdí de vista luego de doscientos metros. Apenas se notaba el resplandor de su linterna, desplazándose dificultosamente a través de la oscura maleza. Informé entonces por radio de la situación a la central, y tras recibir indicaciones de permanecer en el área, aguardé impaciente ver algún rastro de mi amigo. Sucumbí ante la intriga luego de ver claramente, un pequeño ser sobrevolando penosamente las copas de los árboles, a una privilegiada distancia de sólo unos metros, con aspecto femenino desarrollado, de inhumana estatura de cuarenta o cincuenta centímetros, con cuatro delicadas alas de una significativa amplitud, de tiernos y sedosos cabellos rubios, su vestido rosado resplandecía majestuosamente en la negrura selvática nocturna. Atontado, la observé, extrañamente entusiasmado por tan celestial delicadeza, mientras zigzagueaba torpemente en lo alto.
Cuando se percató de mi presencia, me observó nostálgicamente, la radio sonaba incesantemente, la apagué para no espantar a la dulce criatura. Luego de aguardar unos momentos, comenzó a acercarse. Aunque me causaba cierta desconfianza, esperé su llegada admirándola. La resplandeciente claridad disipó las sombras de la noche, dejando en ridículo a mi linterna. Al cabo de unos instantes, se posó frente a mí y me extendió su delicada mano, la cual guardaba algo en su interior. Su mirada demostraba indiscutiblemente sinceridad y pureza, acompañada de una inocente timidez, sus ojos de un azul marino suave, al igual que su piel, conquistaron mis sentimientos más puros. Mi corazón palpitó vigorosamente cuando acerqué mi robusta mano, por debajo de la suya, Al extender sus dedos una extraña semilla cayó en la palma de mi mano.
Fue en ese momento cuando noté su deplorable estado, estaba tan débil, que luego de entregarme su tesoro, se desplomó sobre el suelo. Me acerqué preocupado por su estado. Me miró a los ojos serenamente, mientras su delicada y celestial figura perdía su forma y sus tiernas alas se desvanecían ante mis ojos. No pude evitar soltar una lágrima de triste impotencia, me acarició calidamente la mejilla, sonrió apenada mientras dejaba caer una lágrima, de cristalino fulgor. Mientras sus párpados se cerraban, comenzó a levitar mágicamente, y a medida que se elevaba en las alturas, una estela vaporosa de un blanquecino arco iris se derramaba. Tras unos silenciosos instantes, el resplandeciente cuerpo cruzó precipitadamente el cosmos en un segundo, surcando el infinito, y lo perdí de vista en un parpadeo.
Luego de unos instantes, llegan mis colegas, deciden registrar el área para buscar alguna anomalía o extraño. Aunque les insistí en que no había nada de qué alarmarse, no pude explicarles a que me refería, por lo que prosiguieron con la inspección, como era de esperarse, no encontraron nada infrecuente en área. Al día siguiente planté la semilla que me había entregado aquel místico ser, en el mismo lugar donde creo haberlo visto. Durante los días siguientes mis colegas me invadieron con preguntas y insinuaciones, ya que Mauricio les comento que cuando me encontró, yo observaba con un insólito asombro el cielo,
Hoy en día la semilla del Hada que plante hace algunos meses, ya se ha trasformado en un árbol, que se abre paso en la espesura, como un ruego misterioso de la naturaleza que nos recuerda nuestro deber, para con ella. En ocasiones me pregunto qué sería de nuestras vidas, si ya no hubiese Tamanduás caminando por el bosque, o Tucanes que cantando graciosamente, no nos arranquen la densa amargura que nos aflige, para poner en su lugar un colorido entusiasmo.

POESÍA: Segundo Premio

















Autor: Juan Manuel Tresols

Bajo los árboles que quedan

Dónde te encuentro árbol
Cómo te cuento,
Acá había monte
Sombra
Hojas húmedas,
Dónde te encuentro árbol
Cómo te cuento,
A lo lejos se ve el río
Demasiado lejos…
Cómo te cuento árbol
Dónde te encuentro,
Desmonte a mansalva
Lepra de la selva
Gota que cae
Y es resina de pino,
Dónde te encuentro árbol
Cómo te cuento
Que de la hoja que escribo
Llora tu pasta,
Falta en el aire
Eternidad
Vegetación sana
Cómo te cuento árbol
Dónde te encuentro,
Sano.

CUENTOS: Segundo Premio
















Autor: Diego Leonardo Somoza

La Cacería

Al levantar la cabeza los vio. Con fastidio, se repuso lentamente, cogió a sus crías y buscó refugio.
Ellos paseaban a su alrededor. Acurrucado, observaba en forma sigilosa cada movimiento de sus cuerpos. Se mantuvo escondido por un buen rato. Cuando creyó oportuno, se deslizó por las piedras y se dirigió monte adentro. Buscaba un lugar para echarse a descansar más tranquilo y escuchó el estruendo.
La bala se hizo polvo en las piedras. Al escapar, con un poco de suerte y otro de mala puntería, se le cayó el pequeño. En ese momento no lo pensó. Fue pura intuición. Siguió con el resto que tenía; los dejó en el monte y regresó volando a buscarlo.
Lo encontró dormido –parecía muerto- en el centro de una ronde que ellos habían formado. Gritó con furia y pretendió atacarlos, pero, un disparo –esta vez certero- impactó sobre su lomo y apenas si alcanzó a escabullirse de las siguientes bolas de fuego.
Permaneció escondido, siguiéndolos de cerca. Caminaron varios kilómetros. Ya había caído la noche y, él, aguardaba el momento perfecto para atacarlos y recuperar a su hijo.
Ellos iban muy distendidos, hasta parecían contentos. Tiraban uno que otro tiro por el camino y se divertían con el animal que llevaban.
Se paralizaba cada vez que efectuaban un disparo y moría de rabia cuando ellos molestaban y humillaban el cuerpo de su pequeño. No podía saber si estaba vivo. Pero percibía que no reaccionaba frente a estas provocaciones.
Llegaron a un descampado, subieron a un automóvil y se marcharon. Los persiguió por varios kilómetros hasta que se perdieron en el camino.
Quedó ahí, petrificado, sin siquiera poder gritar por la impotencia que fluía en su sangre. Su estado de ánimo se deshizo en cuestión de segundos.
Sin haberse percatado había llegado a una zona poblada. Escuchó el ruido inconfundible de la civilización. Se sentía un visitante –como un enemigo- en los lugares donde encontraba rastros del paso humano. Oyó los disparos cerca de él nuevamente. Escapó.
La bala que había recibido horas atrás lo debilitó. Perdió mucha sangre. Cuando se encontró lo suficientemente alejado, se echó a descansar.
A los pocos minutos se desmayó.

Ya en la ruta abrieron cervezas, pusieron música y empezaron a cantar y a beber muy felices. Habían cazado un yaguareté. No lo podían creer. Era una cría, pero, era uno de estos bichos tan preciados en fin. Iban a toda velocidad cuando el conductor –Ricardo- ve una luz roja en una casa o boliche y decide parar. “Esto hay que festejarlo” dice.
Bajan contentos del auto, entran al lugar, piden whisky y cada uno de ellos fue eligiendo a su doncella para que lo acompañara a un cuartito desagradable y sucio que estaba situado en el segundo piso.
Luego de satisfacer sus instintos sexuales, se reunieron todos en la barra, pidieron otra ronda de whisky y brindaron. Ellos se lo merecían. La cacería había sido un éxito.

Despertó y empezó a correr. Iba en busca de sus crías. No duró mucho este deseo. Sintió como un rayo que lo atravesaba. Estaba herido, hinchado. La bala había infectado su cuerpo. Sólo pudo ir caminando despacio. Iba preocupado, con culpa. Se preguntaba una y otra vez qué les habrá pasado a sus hijos. Ya hacía varias horas que no comían. ¿No los habrán matado? Esto lo descartó inmediatamente. Los había dejado en un lugar seguro.
No podía parar de pensar en ellos. Se preguntaba qué sucedería si se llegase a morir. Tienen que aprender tantas cosas. Yo quiero verlos crecer. Si yo no estoy, qué será de ellos…

Existió un instante en el cual callaron, se miraron y pudieron observar el brillo de sus ojos. Se sentían orgullosos. Cada uno pensaba en silencio cómo iba a contar la gesta de lo sucedido; planeaban los detalles más ínfimos, se imaginaban qué dirían a sus amigos. Ansiaban ver el rostro de las personas cuando les mostrasen el cuerpo del animal. Esto era una hazaña para ellos. Su mejor trofeo.

Intentaba seguir pero la situación empeoraba. ¿Qué será de mis hijos? Preguntaba angustiado. Corrió con todas sus fuerzas en un acto instintivo y logró avanzar bastante. Volvió a desvanecerse.
Al abrir los ojos se dio cuenta que iba a ser imposible llegar en ese estado a la guarida. Reflexionó durante largo rato y tomó la decisión de no avanzar más. Esperar a que amanezca e intentarlo nuevamente en unas horas sería lo más apropiado. Cerró los ojos y se dejó llevar por el zumbido de la selva.

Borrachos, con una mezcla de olores peligrosos, regresaban a sus casas. El automóvil sabía a alcohol, pólvora, sangre, cigarro, sexo, mugre, ansiedad. Con cada bocanada que aspiraba Ricardo, sentía que se perdía en un mundo extraño. Por eso bajaba la ventanilla para respirar un poco de aire fresco y la volvía a subir antes que alguien le reprochara por el frío que entraba. Al mirar por el espejo retrovisor veía a sus amigos durmiendo, totalmente extasiados a causa del conjunto de olores que ellos habían sumado a sus cuerpos. Esta imagen le producía un temor sin sentido. Prefería sacar la cabeza por la ventanilla y observar el cielo. Una luna grande y llena los acompañaba.
Iba a llegar a la guarida. Nada se lo impediría. Solo la muerte podría pararlo. Se encontraba a mitad de camino. No tardaría mucho.
La herida había empeorado. Él lo sabía, pero, decidió obviar este detalle y solamente caminar. Y así fue. Caminó por horas pensando en sus hijos.
Su rostro reflejaba desesperación. Era imposible saber la causa: ¿La pérdida de su hijo? ¿El dolor físico que sentía al dar cada paso? ¿El miedo de no encontrar a sus restantes crías? ¿Todo esto junto?

Al llegar a la ciudad comenzó la pelea por la tenencia del trofeo. Intentaron recordar quién fue el autor del disparo certero y no pudieron ponerse de acuerdo. Resolvieron que sea Juan el primero en llevárselo a su casa, ya que él había sido el que más tiempo lo cargó hasta llegar al auto.

El sol ya había hecho su aparición; esta vez, al observarlo, notaba algo distinto. Sentía algo diferente. Como una fuerza atípica. Algo cautivaba su atención. ¿Será éste el último rayo solar que pueda sentir? (Esto él lo ignoraba. Los animales no saben cuándo se van a morir. Luchan hasta el final sin importar la desproporción del desafío).
Se sentía invencible. Que podía decidir y hacer lo que quisiera. Que como él querría, se iban a dar las cosas. La dicha estaba de su lado.
Su imaginación volaba: “… todos juntos, jugando bajo este hermoso sol invernal. La familia unida nuevamente, sin ninguna pérdida. Sin seres que nos estén constantemente atacando. Sin poseer miedos. Saber que se puede andar tranquilo y seguro por la selva. Sin disparos…”

Esa noche durmieron profundamente, acompañados por sus seres queridos. Cada uno de ellos disfrutaba el calor inigualable que te ofrece el hogar.

Repentinamente los vio. Estaban todos juntos. Ni siquiera faltaba el pequeño. ¿Estaba vivo? ¿Cómo hizo para escapar? En ese momento no importó. (Luego habrá tiempo para conjeturas e interrogantes). Corrió hacia ellos, se juntaron, se olieron, mordisquearon, jugaron largo rato; para luego él, recostarse un instante a descansar. Se sentía tan feliz que necesitó unos minutos para poder digerir la situación.
Se fue hacia un lado y permaneció aislado, contemplando el suceso extraordinario. Estaban todos sus hijos juntos. No faltaba ninguno. Se había escapado y no estaba muerto. Sentía una sensación de regocijo y paz tan grande que era imposible exteriorizarla. Sólo deseó poder estar así toda la vida…
Él, con el sólo hecho de poder estar junto a sus hijos y disfrutar de la naturaleza, ya se encontraba en plenitud. No ambicionaba mucho, no pretendía demasiado. Sólo estar con sus seres queridos.
Miró hacia el sol, cerró los ojos y agradeció en silencio.

POESÍA: Tercer Premio


















Autor: Ricardo Daniel Gutiérrez

Arrepentimiento

Perdóname madre porque he pecado
he quemado, talado, contaminado;
a tus criaturas he deformado,
en una raza de monstruos los he mutado
los colores de tu paisaje trastocado
azul, verde, colorado
en gris ceniciento transformado.

Nada que hacer, estoy extraviado
el correcto sendero he desviado
la codicia y el orgullo me han empujado
inmenso dolor he causado
y lo peor es que me ha gustado.
Incendiado, envenenado, secado,
Inundado, talado, mutilado,
genéticamente modificado.

Un edén en un infierno he creado
tu precioso equilibrio a colapsado
a toda mi raza he condenado
perdóname madre porque he pecado.

CUENTOS: Tercer Premio















Autor: Luis Darío Herrero

El último Bicho

-Papá, ¿viste alguna vez a un Yaguareté? – Preguntó aquella inquieta voz con fe de ilusionarse tras un posible sí de respuesta.
-Nunca lo voy a olvidar hijo. Se me pone la piel de gallina cada vez que me acuerdo de ese momento.
Agustín miraba a su padre con ojos cada vez más grandes mientras él comenzaba a relatar la anécdota. Acercó la pequeña silla de madera hasta el escritorio donde su padre estaba trabajando, se sentó, apoyó sus codos en las rodillas y el mentón entre sus manos. Miraba fijamente a su padre, tratando de que no se le escapara ni un solo gesto, ningún detalle ni movimiento, como creyendo que todo ese ritual lo transportaría al lugar exacto y al momento justo en que su padre cruzó una mirada con el rey de la selva paranaense.
Mientras Agustín no dejaba de imaginar esa escena terrorífica, pero a la vez apasionante e inolvidable, su padre, Esteban, hacía hincapié en cada detalle, queriendo lograr que su hijo pudiera tener una pizca de la sensación de aquel inusual encuentro. En ese punto, fue como si una esfera invisible los encerrara, una suerte de barrera impermeable que no dejaría que nada los interrumpiera ni separara sus vistas. Ese tipo de atmósfera creada solo cuando el misticismo de un relato comienza a sembrar su magia.
-Estábamos tu tío Marcos y yo –contaba Esteban– en medio de la selva más espesa, era una tarde muy calurosa. Buscábamos tomar algunas instantáneas de un Tapir. Entonces colgamos un cebo con agua salada para que de a ratos cayeran gotas en el suelo. Al ser muy difícil de encontrar este mineral en la selva, algunos animales como el Tapir se ven atraídos por cualquier indicio de sal que perciban. Luego buscamos un buen árbol con vista al cebo y nos trepamos, esperando silenciosos y casi inmóviles la llegada del gran animal. El arrullo de la selva era constante; como un concierto coral, se escuchaban los bajos típicos del aúllo del Carayá, el estrepitoso tenor de algún Chancho que cruzaba a pocos metros; o los estridentes cantos del Urutaú, que como un soprano alcanzaba tonos que estremecían mi piel. Los Mosquitos zumbaban y atacaban cual Kamikazes lanzándose directamente hacia los oídos.
Abatidos por el intenso calor, la humedad en el ambiente y los desesperantes insectos que nos asediaban, no nos habíamos dado cuenta de que el cebo había dado resultado y un Tapir gigantesco estaba degustando la sal, mientras otro más se estaba acercando y un tercero muy pequeño lo seguía, ¡la familia completa!
-¿Y sacaron las fotos Papi?
-Nos apresuramos a sacar las cámaras, enfocamos los bellos animales y en medio de aquel circo de flora y fauna tomamos unas bellísimas fotografías. Pero repentinamente todo se silenció. Fue como si el tiempo se detuviese y un frío me corrió por la espalda, intuyendo que algo malo pasaría, como si nuestras vidas corrieran peligro.
Los tapires no estaban más, desaparecieron en la espesura de la selva. En ese momento, cuando el latir de mi corazón parecía ser un estruendo entrecortado y alborotado, vi la figura más absorbente y aterradora que jamás pensé apreciar. Con un suave y elegante andar, como el desliz de una sombra aparente, aquel majestuoso animal acompasaba con su caminar la crepitante hojarasca del suelo selvático. Aquel yaguareté, entre luces y sombras se camuflaba, yéndose tan intrigantemente como cuando apareció. Esos eternos segundos bastaron para dejar marcado para siempre cada suspiro, cada sensación y detalle de la experiencia más imponente de mi vida.
-Agustín, como si volviese a la realidad, dejó su gesto de asombro cerrando su boca, se reincorporó y reclamó con decisiva firmeza – ¡Yo quiero verlo también!
-Es muy difícil hijo, sabemos que habría uno rondando la Zona Norte, pero últimamente ni siquiera las cámaras trampa que regamos por el monte dan señales de su existencia.
-¿Cómo puede ser posible? Es un monte protegido Papá y vos, el Guarda Parques, no dejarías que el Yaguareté desaparezca para siempre, ¿es cierto Papá? –Agustín preguntaba con los ojos húmedos y la voz quebradiza.
-Si todos tuvieran esas fuerzas que vos tenés hijo, tu ímpetu y por sobre todas las cosas, ese amor por la naturaleza, la realidad seguro sería otra.
-¡No es posible que haya gente que no lo tenga!
-Creeme que sí hijo, pero Agustín, ya es tarde y tenés que dormir, mañana hay que levantarse temprano y seguir con los deberes diarios, vos con la escuela y yo con mi trabajo. Hasta mañana hijo, descansá.
Ellos esa noche descansaron y al día siguiente cumplieron con todas sus obligaciones diarias, sus vidas continuaron bamboleándose en ese árido y efímero trajinar del mundo moderno, regalándose para sí mismos sólo aquel momento antes de conciliar el sueño en el que cada cual reflexiona: que rápido pasó la jornada, mañana ya es viernes, ¡ya entramos en diciembre, cómo pasa el tiempo!
Así de rápido pasa, en frente de los ojos se ven pasar vidas, recuerdos, oportunidades, decepciones y éxitos, un camino de espinas y rosas del cual somos los partícipes centrales. Nuestras metas se van confundiendo, los fines comienzan a ser funcionales al sistema y contrafuncionales a la vida en nuestra única casa, el planeta tierra.
Y Agustín se hizo un gran hombre, cargó con muchas responsabilidades, formó una gran familia y aquella fría mañana de julio enterró a su padre. A sus hijos les enseñó ese amor por la naturaleza, trasmitiendo vigor y fortaleza ante cualquier obstáculo, sin dudas un gran maestro de la tenacidad.
Cuando los hijos de sus hijos llegaron, Agustín ya era un hombre anciano, cuya fortaleza se había desgastado con los años. Solo los recuerdos mantenían viva la llama de la juventud en su espíritu. Ese espíritu que finalmente se alejó de su cuerpo el día que comenzó su nueva vida.
El tiempo es inexorable y la vida terrenal, fugaz. Generaciones tras generaciones pasaron y ni siquiera el nombre Agustín fue recordado en la familia. Generaciones tras generaciones y aquel encuentro entre Esteban y el Rey de la Selva Paranaense, ese momento inolvidable, finalmente quedó en el olvido.
Hasta que en ese caos de ideas, en ese mundo de sobreinformación, alguien se dio cuenta que esa continuidad generacional cada vez decrecía. Los sabios equilibrios de la naturaleza ya no lograban la resiliencia que normalizaba hasta la más enmarañada complicación.
Fue entonces cuando el último bicho desapareció del planeta, ese bicho avasallante y depredador, ese ser que se autodenominó rey, cuyo trunco reinado fue tan sostenible y perdurable como una gota de agua en el más ardiente de los volcanes, tan justo como la muerte antes de la vida y tan perdonable como las ciegas acciones que él mismo reprimió.
Fue entonces cuando el último bicho desapareció del planeta, cuando nunca más se supo de él. Fue entonces cuando el peligro de extinción ya no fue más un peligro y se convirtió en una realidad, un punto sin retorno en el que bajo las consecuencias de sus propias acciones, el último hombre dejó de existir.

POESÍA: Mención Especial

Autora: María Celia Lucas

Aprende de los animales de la selva...

Del tucán:
A aceptar el negro en la vida,
para poder disfrutar de los colores.
Del puerco espín:
La necesidad de la intimidad y el territorio propio,
para no herir ni ser herido.
Del picaflor:
A hacer más fecundas las cosas bellas,
cada vez que te acerques a alguna de ellas.
De la hormiga:
A ser responsable en tu trabajo,
consciente de ser uno del equipo,
y también de que él, sin tu aporte, sería menos.
De las golondrinas:
Sus vuelos y diseños, la solidaridad en momentos difíciles
y el respeto por cada una de las partes,
para que el todo de sus dibujos sea posible,
si queremos alcanzar el cielo.
De los pájaros:
A volver a empezar, cuando acaba la tormenta,
con más experiencia y sabiduría,
aunque te hayan destruido en lo más íntimo:
tu nido y tu corazón.
De las abejas:
A bailar y festejar, cada vez que logres una meta deseada,
Como cuando descubren el polen y lo comunican con su danza;
y a ser humildes como para no mezquinar conocimientos,
ni buenas noticias.
De los monos:
A ser capaces de hacer piruetas y “monadas”
para provocar sonrisas.
Y de correr el riesgo de largarse a lo desconocido
en busca de cosas mejores.
De los loros:
El poder de las palabras y cuán responsables somos,
de no volverlas vacías, destructivas, ni mentiras.
Y comprender que no es posible el diálogo,
mientras existe el monólogo.
De la coral:
Cuanto, a veces, engañan las apariencias.
De la tortuga:
Que hay que ser valientes,
para salir del caparazón y mostrarnos tal cual somos,
si es que queremos avanzar en busca de nuestro propio destino.
De las termitas.
Que es posible destruir cosas inmensas si nos hacen daños,
siempre con un trabajo conjunto.
Del cascarudo:
La capacidad de convertir, los residuos interiores,
en cosas mejores.
Del yaguareté:
A ganarte el respeto de los Otros, más por tus capacidades,
que por el miedo que puedas generar.
De las mariposas:
Que es hermoso volar juntas,
pero imposible es hacerlo atadas.
De la oruga:
Que el pasado te condiciona,
pero no te impide que te transformes en algo mejor.
Del venado:
Que tu rostro y tu mirada,
pueden comunicar sentimientos.
Aprende de ellos porque tú has tenido la oportunidad de hacerlo,
mientras ellos, en su instinto,
educan con su ejemplo.

CUENTOS: Mención Especial
















Autora: Marina Andrea Goncalves


Vientos fuertes

Sentado, acariciando los hilos de la tela enganchada de su pantalón que se llenó de tierra esa tarde, en el pueblo, cuando fueron a cargar los troncos, pensaba en el día atareado que le esperaría después de hoy. Olía en silencio el aire que resoplaba entre las tablas de la casa, ingresando húmedo sobre las fosas de los recuerdos que removía. Al silbar, el aire se transformaba en aquellos hacheros, que se internaban en el monte alejándose de todo para cazar el ánima oculta dentro de los árboles que al salir arrastrando sus cuerpos ásperos se llevarían consigo todo lo que tenían a su paso.
El viento, cada vez más sonoro comenzó a mover tablas y chapas en el exterior de la vivienda, trayendo en breves imágenes (figuras) el asado en que halló, luego de bajar el vaso, unas manos delgadas y blancas, como los tallos de algunas flores, entrecruzadas sobe un vestido estampado en rojo, del cual asomaban como panes redondos albas rodillas.
Tuvo que trabar las ventanas y la puerta, o todo volaría hacia fuera; no tenía miedo de salir a buscar los perros, sabía que ellos acertarían con algún sucucho donde esconderse.
Todo se sentía más claro que de costumbre, cuando cerraba los ojos aparecía lo que él quisiera, los recuerdos cada vez parecían más exactos, más presentes. Imaginar era volver a estar en ese lugar.
Escuchó unos aullidos, los perros ladraban, y de fondo a lo lejos un motor como de camioneta, encendido pero sin moverse. Tomó la puerta rápidamente, la desenganchó y sin darle tiempo para reaccionar, ésta se abrió de par en par. No pudo salir. El viento aún horizontal se hizo camino hacia adentro y todo lo que él estuvo sosteniendo se desparramó al instante en la tierra cada vez más compacta del piso de la casa. Se desesperó por cerrar la vista, pero antes de trabar los pies en el borde y terminar de extender sus brazos para agarrarla, vio hacia fuera…
No lo podía creer, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que empezó, pero su huerta estaba destruida, unos árboles jóvenes que habían plantado del otro lado del arroyo, -parecía imposible-, pero estaban tirados sobre el pasto, echó un vistazo al cielo, uno más al suelo, y cerró la puerta al fin.
Ya en el interior, se dio cuenta de que sudaba, de que las manos le temblaban, las aceleradas palpitaciones no disminuían, y el cielo grave, oscuro, apenas le permitió distinguir algunas de sus gallinas muertas.
Tenía en el pecho una mezcla de dolor y una sensación extraña, distante, infantil. Decidió cerrar los ojos para intentar tranquilizarse, y apareció ante sí el borde de un cajón de manzana, veía piernas que pasaban, gente que reía en torno a una mesa, había olores fuertes, picantes como de salsa. Los párpados se vieron ante la mirada detenidos; la secuencia de sucesos se ralentizó y así se le presentó un perro grande, que lo miraba fijo acercándose para olfatearlo, sintieron la amenaza e inmediatamente ambos rompieron la quietud de sonidos de un salón de comidas con gritos, llanto y ladridos.
Cuando un relámpago lo despertó estaba tirado sobre el colorado piso, lleno de transpiración. Por la mente se le cruzaron reminiscencias de un sueño en la superficie del agua, la corriente llevaba río abajo enviados, atardecientes jangaderos, echando redes para cenar alguna boguita o dorado.
Se paró de un salto y se dio cuenta de que no valía la pena juntar las cosas, porque las paredes se inclinaban levemente de un lado hacia el otro, no sabía si saldría de ésta. Volvió a la silla, respiró profundamente por un rato y se relajó adormecido. Sus hermanos sostenían el arado con fuerza, corriendo fue a ayudarlos, mas al acercarse se horrorizó, la pierna de su padre estaba atrapada debajo, sangró mucho cuando consiguieron sacarlo. La madre había preparado paños con agua para limpiar la herida, luego la llenó de azúcar, sabía lo que hacía pues la hemorragia se detuvo.
En ese momento oyó como una rama rasgarse de un tronco, romperse una viga del techo; el viento iba de los pies hacia arriba, sin embargo, percibió en una milésima de segundo un certero golpe sobre el reverso de su cabeza, y, mientras tambaleaba casi inconciente y por caer, detrás de sus pestañas encontró a una hermosa mujer parada junto a una gran planta de yerba mate mirándolo pequeño e indefenso.

martes, 22 de junio de 2010

Entrega de premios Concurso "Voces Por La Selva"
















El pasado 13 de junio se realizó la entrega de premios, en un acto llevado a cabo en la Plaza 9 de Julio de Posadas, en el marco de los festejos por el Día del Escritor.
Allí, desde las 18 hs y en medio del cálido clima creado por las lecturas y recitados de poesía, acompañados por la buena música de Karoso Zuetta y Nerina Bader, los premiados tuvieron la oportunidad de leer sus obras ganadoras frente a un gran número de personas que se acercaron para el evento y otras que circunstancialmente se encontraban allí.
A los ganadores del primer premio en ambos géneros aún les resta viajar al Parque Provincial Moconá en fecha a definir, donde compartirán con los Guardaparques sus actividades, visitarán una aldea aborígen y navegarán el río Uruguay, conociendo los Saltos del Moconá.

Los premiados fueron:

CUENTOS:


1. LA SEMILLA DEL HADA

Autor: Alan Gabriel Friedl

Garupá



2. La cacería

Autor: Diego Leonardo Somoza

Posadas



3. El último bicho

Autor: Luis Darío Herrero

Posadas



Mención: Vientos fuertes

Autor: Marina Andrea Goncalves

Garupá.



POESIA:



1. SELVAMENTE

Autor: Martín Sebastián López Torres

Posadas



2. BAJO LOS ÁRBOLES

Autor: Juan Manuel Tresols

Posadas



3. Arrepentimiento

Autor: Ricardo Daniel Gutiérrez

Posadas



Mención: APRENDE DE LOS ANIMALES DE LA SELVA

Autor: María Celia Lucas

El Soberbio