miércoles, 23 de junio de 2010

CUENTOS: Primer Premio















Autor: Alan Gabriel Friedl

La Semilla del Hada

Ejerzo la profesión de guarda parques desde muy joven, cuando había cumplido los veintiún años de edad, en el parque provincial El Jaguar. Fue una hermosa época, las aves cantaban temprano, los Tamanduás circulaban tranquilos, los yaguaretés reposaban calmos en su morada. Grandes seibos surgían en los cerros a lo lejos, los tucanes lucían coloridos en los ambay-guazú, los arroyos fluían libremente en la ondulante superficie. Los resplandecientes amaneceres encendían mi espíritu. El crepúsculo coloreaba el tupido y ondeante horizonte, con un profundo escarlata que al descender lo cubría todo con un manto naranja, que se mezclaba con el oscuro verde.
A medida que los años pasaban, el estado natural de las plantas y animales, fue degenerándose gradualmente a pesar de nuestros implacables esfuerzos. Cuando salvábamos a un yaguareté enfermo o un tucán herido, se vislumbraba en sus ojos el injusto padecer. Cuando los liberábamos luego de mejorar, se nos alejaban enérgicamente, como cualquier animal encerrado cuando se lo libera. En otras oportunidades, se detenían a cierta distancia para echarnos una mirada, con un gesto de melancólica gratitud, y luego se retiraban fugazmente perdiéndose en la maleza. Lo que llaman calentamiento global se hizo presente, y los extremos cambios de temperatura, hacían sofocante el verano e intensificaban los crudos inviernos. Cada vez veíamos menos vida silvestre, la vegetación sucumbía quemada con las heladas en invierno, y las sequías dejaban áridas ciertas áreas del parque.
Recuerdo a un colega que hace unos años, perdió su vida, mientras intentaba salvar a una yarará, que estaba atrapada entre las ramas de un espina corona, que yacían en el suelo, casi en los límites del complejo. El día anterior una tormenta sin precedentes había azotado el territorio brutalmente, a causa de esto el árbol sucumbió por los fuertes ventarrones. Hallamos la escena tras una patrulla, después de un temporal. El colega Martín, Mauricio y nuestro jefe el Sr. Alberto Gutiérrez, intentaban quitar una pesada piedra, mientras yo tiraba con el jeep. Estábamos a punto de abandonar el intento cuando, bruscamente el árbol se desprendió del suelo y la piedra se deslizó hacia atrás, tirando al suelo a Alberto.
A causa de la repentina sacudida, la atormentada yarará mordió a Alberto en el antebrazo. Lo cargamos en el vehículo y partimos. Conduje frenéticamente a través del hostil lodo del camino, pero en una curva descendente se estancaron las ruedas del jeep. Con desesperación intentamos desatascarlo, pero las ruedas izquierdas quedaron hundidas en el espeso y profundo barro. Aunque lo intentamos, era imposible cargarlo en esas condiciones. Habíamos avisado por radio del incidente, pero el auxilio no llegaba. Cuando Alberto supo que se moría irremediablemente, pidió que le dijéramos a su familia, que los amaba profundamente, y que jamás abandonáramos la lucha, aunque nos costara la vida, luego, simplemente cerró sus ojos y dejó de sufrir. Su fallecimiento golpeó agudamente en nuestras vidas, era un verdadero amante y defensor de la naturaleza, pero no lo vemos como un nostálgico recuerdo, lo recordamos como el valiente hombre que fue; al hacerlo siento gran admiración y respeto.
A pesar de las dificultades, hubo un hecho que recompensó todo mi esfuerzo. Fue un caluroso y sofocante día primaveral, en el turno noche. Mauricio y yo estábamos bebiendo un refrescante tereré, a la luz de la luna, charlando escasamente para mantener la atención. De pronto mi colega vislumbró un resplandor proveniente desde el monte, moviéndose extrañamente entre la vegetación. Temiendo que fuesen lámparas de algún cazador furtivo, marchamos hacia la oscura selva con linternas y la radio encendida. Después de habernos internado aproximadamente un kilómetro y medio, sin hallar nada sospechoso, nos detuvimos. Creí que debió haber sido solo su imaginación o alguna luciérnaga, pero mi colega aseguró que no fue algo normal. Antes de emprender el regreso echamos un vistazo alrededor, y en la ladera del cerro adyacente a nosotros, nos pareció detectar la misma luminosidad.
Antes de que pudiera advertir a Mauricio de ser precavido, él se lanzó a la carrera imprudentemente hacia el sitio. Intenté seguirle el paso pero lo perdí de vista luego de doscientos metros. Apenas se notaba el resplandor de su linterna, desplazándose dificultosamente a través de la oscura maleza. Informé entonces por radio de la situación a la central, y tras recibir indicaciones de permanecer en el área, aguardé impaciente ver algún rastro de mi amigo. Sucumbí ante la intriga luego de ver claramente, un pequeño ser sobrevolando penosamente las copas de los árboles, a una privilegiada distancia de sólo unos metros, con aspecto femenino desarrollado, de inhumana estatura de cuarenta o cincuenta centímetros, con cuatro delicadas alas de una significativa amplitud, de tiernos y sedosos cabellos rubios, su vestido rosado resplandecía majestuosamente en la negrura selvática nocturna. Atontado, la observé, extrañamente entusiasmado por tan celestial delicadeza, mientras zigzagueaba torpemente en lo alto.
Cuando se percató de mi presencia, me observó nostálgicamente, la radio sonaba incesantemente, la apagué para no espantar a la dulce criatura. Luego de aguardar unos momentos, comenzó a acercarse. Aunque me causaba cierta desconfianza, esperé su llegada admirándola. La resplandeciente claridad disipó las sombras de la noche, dejando en ridículo a mi linterna. Al cabo de unos instantes, se posó frente a mí y me extendió su delicada mano, la cual guardaba algo en su interior. Su mirada demostraba indiscutiblemente sinceridad y pureza, acompañada de una inocente timidez, sus ojos de un azul marino suave, al igual que su piel, conquistaron mis sentimientos más puros. Mi corazón palpitó vigorosamente cuando acerqué mi robusta mano, por debajo de la suya, Al extender sus dedos una extraña semilla cayó en la palma de mi mano.
Fue en ese momento cuando noté su deplorable estado, estaba tan débil, que luego de entregarme su tesoro, se desplomó sobre el suelo. Me acerqué preocupado por su estado. Me miró a los ojos serenamente, mientras su delicada y celestial figura perdía su forma y sus tiernas alas se desvanecían ante mis ojos. No pude evitar soltar una lágrima de triste impotencia, me acarició calidamente la mejilla, sonrió apenada mientras dejaba caer una lágrima, de cristalino fulgor. Mientras sus párpados se cerraban, comenzó a levitar mágicamente, y a medida que se elevaba en las alturas, una estela vaporosa de un blanquecino arco iris se derramaba. Tras unos silenciosos instantes, el resplandeciente cuerpo cruzó precipitadamente el cosmos en un segundo, surcando el infinito, y lo perdí de vista en un parpadeo.
Luego de unos instantes, llegan mis colegas, deciden registrar el área para buscar alguna anomalía o extraño. Aunque les insistí en que no había nada de qué alarmarse, no pude explicarles a que me refería, por lo que prosiguieron con la inspección, como era de esperarse, no encontraron nada infrecuente en área. Al día siguiente planté la semilla que me había entregado aquel místico ser, en el mismo lugar donde creo haberlo visto. Durante los días siguientes mis colegas me invadieron con preguntas y insinuaciones, ya que Mauricio les comento que cuando me encontró, yo observaba con un insólito asombro el cielo,
Hoy en día la semilla del Hada que plante hace algunos meses, ya se ha trasformado en un árbol, que se abre paso en la espesura, como un ruego misterioso de la naturaleza que nos recuerda nuestro deber, para con ella. En ocasiones me pregunto qué sería de nuestras vidas, si ya no hubiese Tamanduás caminando por el bosque, o Tucanes que cantando graciosamente, no nos arranquen la densa amargura que nos aflige, para poner en su lugar un colorido entusiasmo.

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